Historia de la última foto

A José el Sordo le cobraban el piso en Laroya cuando se enamoró de una mujer menuda y nerviosa. José se quedó fascinado de la ligereza de sus brazos y de su mirada intensa. Ella nació en Laroya con una herencia muy pesada. Su madre le había abandonado sin dejar rastro cuando solo era una niña y la noche que José la conoció en un baile, ella todavía vivía con su abuela en una casa grande y ya tenía el hábito de vivir sin el amparo, ni las instrucciones, ni el amor maternal. Como aquello le dio muy pronto la astucia, el corazón intrigante y una tenacidad colosal, cuando José le propuso después marcharse con él, ella solo le miró los bracillos y accedió sin resignación. Fue en la víspera de Reyes Magos y su madre ya había regresado después de varios años en los que contabilizó solo el amor de un hombre renegón y distante y la revelación de otra criatura. Aquella noche de navidad, su padrastro le había ordenado que le acompañara a Granada para recoger unos sacos de trigo y como a Emilia le exasperaba aquella demostración de poder irremediable, miró hacia la puerta desde donde se divisaba a José, todavía oculto entre el sobresalto de la emoción y el rencor natural del frío, y se escaparon. Por el camino que conducía a Sierro, los barrancos se agitaban como dragones blancos, con sus bocas heladas y el desfiladero de sus gargantas. Después de caminar a tientas por el rastro incierto de su nueva vida, llegaron a Purchena donde las luces de las fiestas les reconfortaron tanto, que Emilia se rompió en su llanto profundo y prolongado. A partir de aquella primera noche de amor y compasión furtiva, escogieron entonces no separarse jamás. Al poco tiempo se fueron a un cortijo de maderos destripados donde comenzaron a contabilizar la miseria y el amor sin la nostalgia de su pasado. Aprendieron a contar las horas por el reflejo de la luna y a sacrificar los marranos antes de tiempo, cuando aún estaban delgados, para poder aliviar su hambre pura. Así estuvieron cuatro años, cuatro años en los que perdieron casi todo lo que tenían. Perdieron la juventud y la calma, y perdieron un hijo porque la debilidad de la vida no lograba germinar en mitad de las frecuentas ráfagas de miseria que les acechaban durante el embarazo y que solo lograba aliviar la tía Andrea con patatas cocidas que le traía todas las noches en un caldero desgastado. Aunque José y  Emilia sucumbieron al rigor devastador de la montaña, nunca perdieron su ilusión original ni el alborozo. De regreso de nuevo al pueblo, ella trabajó limpiando un horno de pan con un jopo o acarreando hogazas con un rosco de tela sobre la cabeza o acuciando de madrugada a las mujeres para que no se olvidaran de amasar. Tuvieron una tienda donde los niños robaban chicles y huevos rosados, y una burra blanca, y la profunda conformidad de su destino que nunca alertó las dudas ni dejó su amor al azar. Ella se llamaba María Ramona pero era Emilia, Emilia la sorda. Ahora, cuando José, José el Sordo, se sienta frente al televisor, hay veces que baja el volumen porque cree que aún le está llamando. Hay otras que se duerme y sueña y entonces oye la respiración del retamero azuzando el fuego y escucha el pregón matinal de las mujeres. Y hay otras que se despierta de repente y grita su nombre y ya solo encuentra la foto, la última foto que le hicieron hace unos días, en la que Emilia reposa una mano sobre su hombro y la otra sobre la mesa, mientras todavía perduraba el presentimiento de sus dos vidas interminables.

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