El barbero de Bentarique

Hay quien prefiere la inconstancia de los días a la pulcritud del crepúsculo o el delirio de la vida a la rutina determinada del universo.

José María Rodulfo tiene las manos suaves y heladas. Su corazón es sonoro como los bufidos de un buey y su mirada brillante como la de un niño. Nació hace ochenta y cinco años azorado por la curiosidad y una especie de ternura impresa que se ha prolongado como una sombra alargada. José María Rodulfo es barbero, el barbero del pueblo. Heredó la pasión por la barbería por un misterioso anhelo. Dice que cuando era niño se apostaba en los escaparates de las barberías de Almería y, como el que aprende un juego nuevo, anotaba mentalmente los giros imposibles de la navaja, los gestos atléticos del masaje y las primeras plegarias del barbilampiño. Lo recuerda con una claridad natural. Como si la vocación se le hubiera revelado con una aparición celeste que solo él pudiera ubicar. A los diez y siete años ya había aprendido la liturgia de la barbería a fuerza de ensayar con su amigos. Entonces comprobó que el chasquido de las tijeras, de las que nunca se separa, parecía ahuyentar los malos augurios.  Y entonces vinieron los primeros clientes reclinándose sobre sus manos con una obediencia animal. Y la vida se volvió tersa y comprendió entonces que su anhelo era servir a los demás. A José María le llaman el Pariente. Él dice que es un apodo que muestra gratitud y afecto. Y tiene razón, porque desde que comenzó en el oficio no sea ausentado ni un solo día. Ni para ir de vacaciones ni para encontrar un trabajo más liviano. Porque él siempre trabajó en el campo, en los parrales, en el laberinto de las cosechas y la intemperie, pero en cuanto volvía del jornal, sin apenas reposar y con la urgencia de los adolescentes enamorados,  abría inmediatamente el salón cromado de su barbería y la vida cobraba de nuevo sentido y la gente pasaba y a él le entraba entonces una leve tiritera parecida a la de un gran estreno teatral. Y así un día y otro. Un año y otro. Toda la vida.

José María tiene una navaja Filarmónica. Es una navaja limpia y afilada que guarda en una caja. Él la conserva como un tesoro porque dice que es como una llave mágica, una llave que al sostenerla sobre el pulgar para rasurar la barba es capaz de decirle, por la vibración diminuta que se escapaba , si quien se sienta es pobre o está en desgracia o si pasa las noches en vela o también si está enfermo de melancolía porque se va antes la piel que la lana.

José María ha entregado la vida entera a la barbería y a cambio de nada. Ahora el medico le dice que debe dejarla, que sus manos ya no responden con la agilidad original porque los tendones están encogidos como murciélagos. Pero él no hace caso y dice que ya solo es el entretenimiento y entonces hace gestos y se frota las manos porque las tiene heladas. Al final se mira en el espejo y se calla.

José María Rodulfo, el último barbero de Bentarique siempre prefirió contemplar el crepúsculo y la rutina suave del universo porque quizá descubrió demasiado pronto el sentido de su vida y si siempre creyó que aquello fue una bendición, cuando ahora lo piensa, pudo ser también su condena. Se apaga la luz y se cierra la puerta.

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