Ana María Martos tiene todavía la belleza desafiante de su juventud y la mirada nítida de su niñez. Y como no ha tenido tiempo para olvidarse de nada de lo que ha vivido, aún se sienta con ese esplendor que solo tienen las mujeres serenas. Ana María nació en el Cortijillo, que era de sus bisabuelos. Allí estuvo tan solo un año porque después su familia se trasladó al de la Cañá Neos, donde su padre dice que hacía aceite en un pesebre, y luego al de Farruco, del que por fin se vinieron a vivir a Purchena. La vida de Ana María siempre fue sencilla. Su familia siempre vivió de la agricultura y del ganado donde destacaba una pequeña vaca sin abalorios por su destreza para emparejarse con los niños en su correrías y por una mansedumbre celestial. Cuenta Ana María que el recuerdo más preciado de aquella infancia fue sin duda el de aquella vaca. Un vaca que les nutría de leche que luego ella vendía por las casas, y que les nutría también a ella y a su prima Paca de un divertimento extraordinario cuando les encargaban cuidar del ganado aunque ellas preferían luego intercambiar arrumacos intraducibles con la vaca mientras el resto de los animales se dispersaban sin remedio.

Mariquita la de la vaca
Modista, madre, vecina, emprendedora, soñadora, leal, vital, imprescindible

Si a Ana María, a la que luego se le conocía como Mariquita la de la vaca, le enloquecía aquel animal, lo que luego le proporcionó una satisfacción idéntica fue la costura. A Ana María le enseñó a Lola la Candelaria. Y como su familia no tenía dinero, dice Ana María que todos los días le quitaba unas hebras a la bobina que l dejaba llevarse a su casa para poder hacer luego ella sus propios babericos con los que celebrar bautizos para sus muñecas. Y como al principio aquel bautismo  parecía un festín espurio, dice que llevaban también garbanzos frescos a casa de Rita para que se los cambiara por tostados y así poder hacer un convite como Dios manda.

Con la costura María encontró el sentido de su vida. Con catorce años se fue a coser con Lisa la Candelaria y allí su pericia se hizo tan sobresaliente que incluso aprendió a hacer cadeneta con un alambre. Y como ya tenía edad de supervisar su corazón por ver quien se asentaría en él, dice que vendía conejos para poder comprarse el ajuar en la tienda de Pepe Gómez. María siempre ha seleccionado los recuerdos y ha incinerado los desechos de nostalgia para estar siempre serena y para mantener su belleza prodigiosa.  Cuando a los diez y seis años se echó de novio a Juan, aquel universo sin estampidas y sin rumores se deshizo con el hechizo de un amor inconmensurable. Dice María que se enamoraron con la certidumbre de que aquel sería su único amor. Y así fue. Dice que pelaban la pava en los sitios originales. Y que iban al cine por las tardes en el local donde luego abrió el bar el Lobito. Después de siete años de noviazgo en los que siempre estuvieron supervisados por la mirada atónita de Carmen la del Merlos, se casaron. Juan vendía entonces dulces y como ella entendió que con aquello tenían sobradas las ganancias para asegurarse una vida sin escasez, ella no pensó en ocuparse de otra cosa. Entonces le ayudaba a batir las yemas que luego amasaban en un calderillo de cobre. Así estuvo, alentada por una esperanza ilimitada, hasta que él enfermó. María pensó entonces que aquel desbarajuste la iría a doblegar pero lo que luego hizo fue doblar su esfuerzo. María tenía tres hijos, a su propio padre, y un marido abatido. Y entonces, con aquella firmeza sobrenatural fue como se propuso encargarse de todo. Y hacía una olla de potaje gigante para que durara más de un día. Y mientras el resto merodeaban por la casa después de todo el día, ella proseguía incansable con la costura. Dice que había ocasiones que estuvo hasta diez y ocho horas cosiendo sin parar. Y que aquel delirio solo remitía por la revelación de algún proyecto nuevo que le traería más trabajo y más ilusión. A Ana María siempre le rondó por la cabeza la idea de comprar un bancal en el que trabajar más para poder abastecerse de todo. Tanto le rondó la idea que dice estuvo ahorrando durante mucho tiempo pero que se detuvo cuando tan solo le faltaban veinte mil duros para comprarlo. Fue luego, con la ayuda de su hijos, que le ayudaban a sobrehilar y a hacer punto remiendo, cuando consiguió todo el dinero. Y por asegurarse otros ingresos, dice que todos los años mataba un marrano y que siempre vendía los jamones para poder comprar otro. Ana María nunca ha desistido de nada. Su tesón es insondable, igual que su amabilidad. Por eso, cuando abrieron la tienda, dice que ya tenía asegurada la clientela y que el tiempo que la tuvieron abierta fue el tiempo más próspero que vivió nunca porque fue entonces cuando pudo salir del mosquitero de la miseria y empezar a sentir con nitidez su propia respiración. Ana María Martos, Mariquilla la de la vaca, dice que ya no tiene resquicios de ninguna nostalgia y que ahora prefiere mirar por la puerta de su sótano sin hacer ruido. Y como fue hija única y tuvo el privilegio de disfrutar de todas las caricias agotadoras de sus padres, dice que es por eso por lo que siempre ha tenido la costumbre de complacer a los demás. Y para no ahuyentar esa costumbre hereditaria es por lo que siempre está apostada en su puerta en espera de cualquier visita. y por lo que no necesita ensayar ningún saludo afectuoso. Y que es por eso por lo que dice que barre todos los días su trozo de calle, para aliviarle de trabajo a Érica y para no ahuyentar su tranquilidad . Esto lo cuenta en mitad de una tarde sin sobresaltos, ajena al tumulto del mundo, sentada con la misma pose que siempre tuvo, arracimada sobre su costurero, con la mirada ardiente que siempre tuvo. Dice que ahora cose con el mismo ahínco pero que ya no supervisa sus beneficios, que lo hace tan solo para entretener la vida y para que sus recuerdos no se apelmacen en sus manos y para que no se aplaque su ímpetu original, el mismo que tenía cuando era una niña y su sombra estaba hermanada con la de una vaca sin nombre.

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